Cuento de Osamu Dazai (1909-1948)
(Traducciòn y nota de Pablo Figueroa)
( A continuaciòn les presento, un cuento de un escritor japonès que leì en un blog del poeta, escritor y fotògrafo: Aurelio Asiain. Espero que les agrade al igual que a mi. Su blog: http://www.aurelioasiain.blogspot.com/. Este escritor es originario del D.F. (Mèxico) pero reside en Japòn. Ha realizado traducciones de poetas clàsicos japoneses, asì como tambièn es un excelente fotògrafo. Estoy seguro que si visitan su blog terminaran sorprendidos por sus poemas y traducciones y, sin duda, por sus fotografìas.)
"ESPERANDO"
Todos los días voy a la pequeña estación de tren a buscar a alguien. Quién es ese alguien, no lo sé.
Siempre
paso por ahí después de hacer las compras en el mercado. Me siento en
una fría banca, pongo la cesta de las compras sobre mis rodillas, y miro
abstraídamente hacia los molinetes. Cada vez que llega un tren, una
multitud de pasajeros es escupida hacia afuera desde las puertas de los
vagones. La muchedumbre avanza en tropel hacia los molinetes, y las
personas, todas con la misma cara de enojo, sacan los pases y entregan
los boletos. Luego, sin mirar hacia los costados, caminan
precipitadamente. Pasan por delante de mi banca, salen hacia la plaza
que está frente a la estación, y se van cada uno por su lado. Yo sigo
sentada distraídamente. ¿Qué sucedería si alguien sonriese y me hablase?
¡Ay no, por Dios! La mera posibilidad me pone tan nerviosa que me
estremezco de sólo pensarlo, como si me hubieran echado agua fría en la
espalda. No puedo respirar. Y sin embargo, continúo esperando a alguien
todos los días. ¿A quién podría ser que estuviera esperando? ¿A qué tipo
de persona? Pero quizás lo que estoy esperando no sea un ser humano.
Odio a los seres humanos. En realidad les tengo miedo. Cada vez que
estoy cara a cara con alguien diciendo cosas como “¿qué tal, cómo
está?”, o “¡cómo refrescó!”, saludando sólo para cumplir, siento que soy
la persona más falsa del mundo. Me pone tan terriblemente mal que
quiero morirme. Y las personas con las que hablo se ponen a la defensiva
sin razón, me hacen vagos cumplidos, y comentan sentenciosamente
impresiones que no tienen en verdad. Su cautela mezquina me hace sentir
triste: el mundo es cada vez más repugnante y no puedo soportarlo. La
gente intercambia tensos saludos desconfiando unos de otros hasta
cansarse, y así pasa la vida.
A mí no me gusta encontrarme con
gente. Por eso, a no ser que hubiera una razón excepcional, nunca
visitaba a amigos. Lo más cómodo ha sido para mí estar en casa con mi
madre cosiendo, las dos solas, en silencio. Pero finalmente estalló la
guerra[1], y el ambiente se puso tan tenso, que empecé a sentirme
culpable de quedarme en casa todo el día sin hacer nada. Me sentía
angustiada y no podía relajarme en absoluto. Quería hacer una
contribución directa trabajando tan duro como pudiese. Perdí toda fe en
la vida que había llevado hasta ese momento.
No soporto quedarme
en casa en silencio. Sin embargo cuando salgo me doy cuenta de que no
tengo ningún lugar adonde ir. Así que hago las compras, y al regresar,
paso por la estación y me siento distraídamente en la fría banca. Tengo
la ilusión de que alguien venga, pero si esa persona realmente
apareciera, ¿qué haría? La idea me da pánico, pero estoy resignada. Si
eso sucede, voy a entregarle mi vida: estoy preparada y ese momento
marcará mi destino. Estos sentimientos de resignación y fantasías
impudentes se entretejen de una forma muy extraña. La sensación me
agobia de un modo sofocante. El mundo alrededor se enmudece; la gente
que va y viene en la estación aparece pequeña y lejana, como si
estuviera mirando por un telescopio al revés. La sensación es vaga, como
si estuviera soñando despierta, como si no supiera si estoy viva o
muerta. ¡Ay! ¿Qué cosa estoy esperando? Acaso yo no sea más que una
mujer obscena. Todo eso del estallido de la guerra, lo de sentirme
angustiada, de trabajar duro porque quiero ser útil, quizás sólo sea una
mentira, una excusa noble para tratar de encontrar una oportunidad de
materializar mis fantasías indiscretas. Me siento aquí con mirada
perdida, pero en el fondo, dentro de mí puedo ver cómo flamea la llama
de mis deseos obscenos.
¿Pero, a quién diablos espero? No tengo en
absoluto una idea clara, solamente una imagen vaga y confusa. Y sin
embargo, continúo esperando. Desde el estallido de la guerra paso por
aquí todos los días a la vuelta de las compras y me siento en esta fría
banca a esperar. ¿Y si alguien me sonriera y me hablara? ¡Ay, no!, no es
usted a quien estoy esperando. Entonces, ¿a quién? ¿Qué espero? ¿Un
marido? No. ¿Un novio? No, para nada. ¿Un amigo? De ningún modo.
¿Dinero? Es ridículo. ¿Un fantasma? ¡Ay no, por favor!
Algo más
apacible y alegre, algo maravilloso. No sé qué. Por ejemplo, algo como
la primavera. No, no es eso. Hojas verdes. El mes de Mayo. El agua
fresca y cristalina fluyendo a través de los campos de trigo. No,
tampoco es eso. Ay, y sin embargo sigo esperando, con el corazón
palpitante. Las personas pasan unas tras otras delante de mis ojos. No
es aquello, ni esto. Con la cesta de compras en mis brazos, me
estremezco y espero con todo mi corazón. Le pido a usted por favor que
no me olvide. Por favor no olvide a la chica veinteañera que viene todos
los días a la estación y regresa a su casa sintiéndose vacía. Por favor
recuérdeme, y no se ría de mí. No voy a decirle el nombre de la
estación. Aunque no lo haga, usted me verá algún día.
En
1948, cuando Osamu Dazai se encontraba en la cúspide de su carrera
literaria, decidió quitarse la vida junto con su amante, una joven viuda
con quien había sellado un pacto de amor suicida. Para ello la pareja
eligió un pintoresco canal del río Tama en el apacible suburbio de
Mitaka en Tokio. En esa época del año las frecuentes y turbulentas
lluvias del monzón hacían que los niveles de agua en los canales
subieran considerablemente. Los cuerpos fueron encontrados en un recodo
del rio unos días más tarde, justo cuando Dazai hubiera cumplido treinta
y nueve años.
La idea de quitarse vida no era en
absoluto nueva para el escritor: lo había intentado sin éxito en
variadas ocasiones. Profundos traumas personales, una fuerte dependencia
del alcohol, y desórdenes psíquicos que fueron empeorando a lo largo
del tiempo, hicieron que el deseo de muerte ocupara un lugar
preponderante en los pensamientos de Dazai. Esta obsesión con el
suicidio se fusiona en su ficción literaria con un agudo e irónico
sentido de crítica a la sociedad, otorgándole un carácter inseparable de
lo autobiográfico.
Nacido con el nombre de Shuji
Tsushima en 1909 en una pequeña ciudad de Aomori en el norte de Japón,
Dazai fue el décimo de once hermanos de una familia acomodada. Su padre
se encontraba a menudo fuera de la casa y su madre sufría problemas de
salud crónicos, con lo cual el niño fue criado por tías y sirvientes. Su
afición por las letras comenzó desde pequeño y en 1930 decidió ingresar
al departamento de Literatura Francesa de la Universidad Imperial de
Tokio.
Su paso inconcluso por la academia estuvo permeado
del tumultuoso estado de cosas de la época y de sí mismo. Dazai se
sintió fuertemente atraído por los ideales del marxismo y por el
incipiente Partido Comunista de Japón, y a menudo manifestó su sentido
de culpa por “haber nacido en la clase social equivocada”. Durante esta
etapa temprana escribió una cantidad de cuentos cortos, y la experiencia
adquirida a través del paradigma comunista se haría patente a lo largo
de su carrera.
Un posterior período de relativa calma
llegaría cuando Dazai contrajo matrimonio con Machiko Ishihara en 1939.
Fue durante estos años que escribió dos novelas enormemente exitosas
tituladas El Ocaso(Shayo, 1947) e Indigno de ser humano (Ningen Shikkaku,
1948). Ambas obras expresan el profundo pesimismo del autor y su visión
decadente del ser humano; las hondas heridas de una sociedad golpeada
por la posguerra dejaban al desnudo la crisis de identidad y de valores
de una cultura que parecía condenada inexorablemente a la
autodestrucción.
Si bien Montse Watkins ha traducido al
español las novelas arriba mencionadas, no disponemos aún de versiones
en nuestra lengua del resto de los trabajos llevados a cabo por Osamu
Dazai. Esta nueva traducción de un cuento corto titulado Esperando (Matsu, 1954) es apenas una colaboración a una tarea todavía por emprenderse.